Era tarde, el cansancio se había apoderado de su cuerpo casi tanto como de su alma.
Todo parecía que la noche sería tranquila y pasaría sin mayores aspavientos.
Jamás imaginó lo que esa noche sucedería.
El reloj timbró once campanadas en un re bemol casi perfecto, si no fuera por la última melodía que lejos de estar desafinada anunciaba el temor a la medianoche.
Sus ojos se cerraban solos y Neruda no ayudó a evitarlo.
Las campanadas eran claras. Tres de la mañana, no había duda.
La sed la obligó a recorrer descalza el salón frío, por suerte había dejado una linterna cerca de la cama para acompañarla en su travesía.
Sintió gota a gota cómo el agua fría recorría sus entrañas, extraña sensación aquella de sentirte recorrido en tan ínfima interioridad.
El sofá de la sala permitiría alejarla de la incómoda cama y pernoctar el resto de las horas que hacían falta para que esa noche terminara.
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